Mi hermano ha tardado dos segundos en chivarme el tema sobre el que debía versar mi primer artículo de opinión para este blog. Andaba yo pensándolo cuando le he preguntado. Escribe sobre la opinión, me dice. Su respuesta me ha parecido muy adecuada, así que habrá que hacerle caso.
Opinar es de esas cosas tan fáciles
que asustan. Los humanos juzgamos y opinamos todo el tiempo. Solemos ir por ahí
con las ideas claras sobre lo de los demás. En el mejor de los casos, solo
dudamos cuando nosotros mismos estamos directamente afectados por un tema;
aunque, en estos casos, contamos con mecanismos que dulcifican nuestra postura
o nos eximen de responsabilidades. Hacemos, eso sí, algo lógico y prudente.
Algo que deberíamos hacer más a menudo con las situaciones ajenas. Cambiamos,
si nos viene bien, de opinión. Al menos, si somos medianamente razonables.
Le cuentas a quien sea cómo ha sido
tu día o alguna anécdota —la que sea— y recibes, le preguntes o no, una
opinión. Vas al bar con tus amigos. Sale un tema de conversación —el que sea—.
Ahí las tienes, más opiniones. Así, de seguido y sin pausas. Sin control y, en
muchos casos, con una seguridad que te haría envidiar tan preclaro cerebro si
no fuera tan evidente lo fácil de este tipo de posturas. El problema es no
darse cuenta y tragarse la primera idiotez que te suelten. Imagina lo mismo
pero en libros o revistas, y en la radio o en la tele, y en Internet o en los
despachos de tus gobernantes. De este modo se va construyendo esta parte de esa
película que llamamos sociedad.
Si lo reflexionas un momento, verás
que tú también tienes en tu haber un montón de ejemplos —propios y ajenos— sobre
respuestas apresuradas y vacías espetadas sin juicio ni equilibrio sobre los
más variopintos; y no pocas veces importantes, al menos, para el interlocutor;
asuntos. Amoríos, decisiones, problemas laborales, rencillas entre amigos… No importa
el tema. Si son las cuitas de otros, la solución te suena evidente en la cabeza
y el mundo ha de saberlo. Así solemos actuar. Esto es rematadamente exagerado
en Internet. Es el mismo problema, aunque multiplicado por un número tan alto
que da, literalmente, vértigo. ¿Verdad
que el estómago da un vuelco y entran, por ende, ganas de vomitar?
El verdadero problema viene cuando
nos creemos esas opiniones apresuradas y sin meditar. Cuando las hacemos pasar
por verdades universales y eternas. Las creemos, las engordamos, las pasamos y
las escupimos. Así, hasta que adquieren su forma última. Es lo que pasa con los
rumores, los bulos, las creencias y demás. La otra parte de lo que trato de
decir. La más peligrosa, la más extendida… Igual que antes, también está
exponencialmente presente en las redes; donde no nos tenemos que preocupar
tanto por aquello que nos hace animales sociales, donde la empatía y la
convivencia son virtuales.
Sobre ética suele ser relevante
recordar a Sócrates. Él (no sé si de verdad o como personaje) solía preguntar
al que iba a opinar sobre otra persona tres cuestiones. Al final, su propósito
era averiguar tres datos concretos: la veracidad de lo que se dice, la bondad
con la que se dice y la utilidad de ese mensaje. Pensando sobre esto hoy en día
—en la situación que sea—; me hace gracia la cantidad de veces que decimos
cosas que sabemos que no son ciertas, que sabemos que harán daño a alguien y
que sabemos que son inútiles.
Creo que si haces estas cosas —contar
mentiras, hacer daño a la gente y soltar tonterías— a propósito, es fácil
pararte los pies y reprenderte. Lo malo es que lo estés haciendo desde el
paraguas de la ignorancia. Ahí sí que tenemos —y lo tenemos— un gran problema
como sociedad. Lo que yo creo que debemos pensar —mientras les decimos a los
niños que tengan cuidado en Internet y esas cosas— es cuántas veces nos creemos
las mentiras de los otros, nos entretenemos con la vida de los demás y nos
preocupamos por cuestiones que, en el fondo, nos resbalan.
Al menos, estaría bien filtrar un
poco las opiniones con el mismo filtro que utilizamos con nosotros mismos, es
decir, con esa reflexión socrática y preguntarnos: ¿creo realmente lo que me está diciendo? ¿Es útil esta información para
mí? ¿Me hace daño a mí o a otra persona? Como mínimo, estaríamos siendo infinitamente
más justos. Como ya se verá, no me meto con las opiniones en sí; sino con el
hecho de manifestar o comunicar esas opiniones a los demás tan a la ligera.
Desde mi punto de vista, formarnos opiniones
cada día es algo natural y lógico. Es coherente con una mínima esperanza de
vida. Ayuda a sobrevivir. Me vienen a la cabeza los prejuicios, por ejemplo,
que tienen mucho contenido perverso y peligroso, sí; pero que también pueden
salvarte de situaciones indeseadas. La clave del éxito radica en lo mismo. Está
en la voluntad de cambiar, sin problemas ni dogmas, de opinión. Todos sabemos, en
el fondo, que el cambio existe. Lo que nos negamos es la voluntad del mismo. ¿O tienes los mismos prejuicios que de
chaval? ¿Las mismas opiniones que con cinco años?
Para todos los artículos del presente blog que surjan en el futuro me reservo esta única premisa. Solo así me atreveré a opinar sobre la actualidad o lo que sea. Solo si se me permite, día a día, poder modificar esas opiniones puedo tener el valor para escribirlas. ¿Trato hecho?
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