La fábrica abandonada

   Me despierto tirado y dolorido en un camino que me resulta tristemente familiar. El sabor a tierra mojada se funde con la agria sensación que últimamente recorre mi ser. Me duele la cabeza y me cuesta mucho moverme. Todo mi esfuerzo se centra en intentar reincorporarme y en recordar qué hago aquí tirado. 

        La imagen de la vieja silla de ruedas de mi padre se apodera de mi mente. Apoyo el codo del brazo que menos me duele y echo un vistazo a mi alrededor. Un frío corpóreo se mete por mi ropa. Debo de tener barro hasta en los ojos. Me pica la cara. No consigo ver más allá de tres metros por una densa nube de niebla. No puedo dejar de pensar en mi padre. ¿Cómo he llegado hasta aquí?

    Mi reloj marca las tres de la mañana. Empiezo a recordar y me sobresalto. El accidente, la preocupación por su desaparición y el aguacero de antes me devuelven un poco la lucidez. Recuerdo el accidente con el coche y una visión extraña. También unas líneas paralelas marcadas recientemente en un camino encharcado y oscuro que primero me horroriza y que luego me resulta familiar. Las sigo.

    La tenue luz de la vieja Selene, testigo y confidente de tantos amores prohibidos pero también de innumerables atrocidades, muestra, como siempre hace cuando escuchas los designios ocultos del destino, el camino que debo seguir para encontrar a mi padre. Una poderosa fuerza guía mis pasos y alimenta mi espíritu en estos momentos de flaqueza. Como un gran arco iris después de la lluvia, me hace resistir entre el miedo de la situación y la congoja de imaginar a mi padre triste, perdido y solo entre los recuerdos de su vieja fábrica.

    Esa fuerza socorre la imagen desoladora que manda en mi mente, me impide pensar y, al bajar hasta el pecho, respirar con claridad. Aun así, cada paso que doy me hace sentir más perdido. La noche sigue avanzando implacable. El hambre y el cansancio alientan, a su manera, la situación; marcada por el miedo a la oscuridad, la niebla y el silencio. Los remordimientos se juntan con la desesperación y el temor de los malos presentimientos que invaden mi espíritu y me hacen avanzar entre las sombras. La familiaridad de lo desconocido me asusta.

    El accidente con el coche, la lluvia en Somosierra y las últimas llamadas que puede recibir mi agotado móvil son terminales para mi voluntad, pero ahora se me presentan como un pasado más optimista que mi extraño presente. Sin embargo, una gran fuerza me anima a seguir y evita que me ponga a llorar desesperadamente.

    La cabeza no deja de sangrar y un infundado miedo hace escuchar unos sonidos lejanos, atraídos por el viento que viene del bosque. Estoy viviendo la experiencia más rara de toda mi vida desde que el coche de mi padre me dejara tirado en la cuneta dos horas antes y no tengo más opción que deambular por el lugar para acudir a la cita con el destino. Llevo tiempo perdido por una niebla cada vez más densa. El abrigo que llevo, sucio y roto, no es el adecuado para la inesperada situación en la que me encuentro.


    La humedad del ambiente contrasta con la sequedad de mi boca, incapaz de tragar. Intento ahogar mis jadeos y atrapar mis quejidos con la mano para no mostrar mis miedos, aunque mi olor vocifera a todos lo asustado que me siento. ¿Dónde está la gente? ¡Hace horas que no veo a nadie!

    El silencio se hace, minuto a minuto, más inquietante; aunque, de vez en cuando, no sé si dentro o fuera de mi mente, se hace añorar por el aullido de los lobos, que me recuerda el peligro de los alrededores. Seguro que ya llego tarde. Un horrible presentimiento ayuda a Bóreas a helar mis desgastados huesos con la incertidumbre de un camino desconocido.

    Las campanadas resuenan tan lejanas que más que oírlas, las siento en mi conciencia, en otra dimensión, como un recuerdo mental e inconsciente que me indica lo desviado que debo de encontrarme de la realidad. Cuento doce golpes, pero mi reloj sigue marcando las tres de la mañana. Una verja comienza a chillar. Mis piernas flojean de tramo en tramo. ¿Estará él tan perdido y confuso como yo? Sé que por esta zona ya no quedan lobos, pero el miedo sigue atenazando mi cuerpo.

     Todo empieza con una llamada de la residencia donde mi padre pasa sus últimos meses de vida, convertido ya en el espectro de lo que fue. Esta llamada congela mi vida en Madrid, la cancela. El mundo deja de girar y el tiempo retrocede, todo será en vano cuando la batería de mi teléfono se agote. Le quedan dos rayitas. Las ilusiones de mi vida se esfuman de golpe. Una raya desaparece. Silencio el móvil y lo dejo en función ahorro durante todo el viaje hasta Aranda, donde vive mi padre. Paso Somosierra preguntándome cómo es posible que un anciano en silla de ruedas se escape del geriátrico e intentando ver entre la creciente niebla. Hace horas que no lo ha visto nadie.

    Decido seguir mi instinto y me ahorro el trabajo de pasar por la residencia. La lluvia comienza a caer y el manto nocturno se dispone a envolver la Tierra. El viejo coche que antaño condujera mi padre se porta bien y enfrenta la inclemencia del tiempo. No era su primer invierno. Cae la noche y la lluvia se intensifica mucho. Un destello de luz ilumina toda la zona de repente y en un camino cercano me parece ver una silla de ruedas. Será una mala pasada de mi cabeza. He de continuar.

    Antes de volver la vista hacia la carretera me descentra la visión de una vieja chimenea muy familiar para mí. Un efecto óptico simula que todavía funciona. El ruido del ímpetu de Zeus me sobresalta y me devuelve a la realidad. Freno bruscamente y el coche derrapa. Un humo negro indica que mi transporte se prepara para morir. Consigo apartarme de la carretera y lucho por no desesperarme. Un árbol se mete en la trayectoria de mi coche y se golpean uno con otro. Me doy en la cabeza. Sangro, pero estoy bien.  La prioridad sigue siendo mi padre. La conmoción no me detiene.

    La lluvia cesa y los cristales del coche me recuerdan que estará helado de frío. Al mirar el móvil, éste se agota y en un último esfuerzo me muestra que tengo varias llamadas y mensajes. No puedo ver de quién. Salgo dispuesto a deambular por la zona pensando en la imagen de la silla en el camino. La tierra mojada estropea mis zapatos. Al llegar, veo unas marcas de ruedas paralelas. Sigo su rastro. Es lo último que recuerdo.

     No puedo seguir tirado en el suelo. La espalda me duele, los músculos de todo el cuerpo se encojen y mi figura mengua; adoptando, poco a poco, un aspecto viejo e inválido, poco usual en un hombre de mi edad. Con mucho esfuerzo me levanto y trato de seguir el camino hasta la puerta de la fábrica. Casi no puedo andar, una rodilla parece tener una ramita clavada. No me atrevo a quitarla. Me veo obligado a arrastrar la pierna hasta el final. Un palo cercano me sirve de apoyo y continúo la senda de mi calvario.

    La vista se acostumbra, como es común entre los mortales, a no trabajar mucho y a fijar toda la atención en su objetivo, que ahora sé que conduce a la fábrica abandonada. Dejo de ver las marcas en el suelo y me despido, sin saberlo, de la esperanza. El camino sigue.

    Al tropezar y golpearme la cara con el frío y encharcado suelo, me doy cuenta de que lo más sensato es seguir y no pensar en los posibles desastres. De cuando en cuando, el miedo que tiene mi cuello me hace observar, reticente, con el rabillo del ojo, hacia los costados, envueltos en niebla, es decir, inexistentes. Una parte de mí necesita ese miedo externo. Me aparta de mis propios demonios.

    No doy media vuelta ni titubeo. Debo ir a la fábrica y el camino está marcado, no importa lo demás. El lugar y el momento son los que son. La cita es ineludible. Mi padre, el gran gerente de los viejos años, cuenta conmigo. Guiado por los ensueños de mi vista y de mis oídos no tardo en ver la entrada al pasado. No soy muy consciente de la hora. Hace un buen rato que no escucho las campanas, parecería que el tiempo se hubiera parado si no fuera por el hambre que empiezo a sentir y por la sensación de cansancio, más fuerte e inaguantable según se amontonan en la parte del pasado los minutos y segundos. Mi reloj sigue marcando las tres.

    La diosa nocturna permanece quieta y, aparentemente, a mi servicio. Velando por mi futuro. Me anima a que siga avanzando por aquel camino de tierra, solitario e inhóspito. No me rindo al miedo que las circunstancias me imponen. Un suspiro de la niebla y un guiñar de ojo de la dama me indican que voy por buen camino. La vieja fábrica de azúcar está cerca, la chimenea ilumina su ubicación. Vuelvo a escuchar el siniestro quejido de las puertas metálicas. Mucho más cerca. El viento juega con ellas. Antes de encontrármelas de frente vuelvo a ver la imagen de la vieja silla de ruedas. Se mueve hacia las grandes puertas de acceso a la fábrica. Nadie va en ella. La niebla, al fin, retrocede unos metros.

    Cruzo el umbral de entrada muy turbado. Treinta y cinco años después y vuelvo a este lugar. Todo ha cambiado. Paredes enteras arrancadas. El suelo está cubierto por una capa de polvo y una cortina de vapor que me recuerda a muchas películas de cementerios. Tengo que mirar por dónde voy porque el piso puede vencer y enterrarme en la antigua vida de mi padre, que vuelve a mí para atormentarme con algo. Cada rincón del complejo debe de esconder un secreto. Al girar la cabeza veo un viejo almacén. Parece en buenas condiciones.

    Un escalofrío recorre todo mi cuerpo. Escucho a varias personas trabajar, cargan algo en un camión. Es un consuelo escuchar voces humanas. Un motor comienza a rugir. La sombra de un trabajador abre un gran portalón y el camión sale. Me va a pasar por encima, pero un ruido del otro extremo de la fábrica hace desaparecer, de súbito, aquella imagen. El ruido me recuerda a la infancia. Un ruido que me asusta, pero que me reconforta el corazón. Me apresuro todo lo que mi desgastado cuerpo me permite y voy hacía allí.

    Una banda empieza a tocar una melodía festiva. A lo lejos veo un improvisado escenario de madera y una caduca decoración. Encima del estrado hay varios hombres muy trajeados y elegantes. Cada paso que me acerca a la zona llena los vacíos con grupos de gente que, en un punto, parecen una muchedumbre. Aplauden y animan. Reconozco a mi madre, a mis abuelos y a mí mismo. Todos tenemos una expresión de júbilo y de orgullo.

    Un micrófono surge delante de los hombres del escenario y todo indica que mi padre se dispone a hablar. Está muy joven, un hombre inteligente y fuerte. Al querer escuchar la primera palabra, vuelvo a encontrarme solo. Todo desaparece. La escena me resulta familiar. Me recuerda al día de su ascenso, cuando le nombraron gerente.

    El dolor de cabeza va en aumento, aunque una leve sensación de confort sustituye a la angustia y al miedo desde que traspaso las puertas de la antigua azucarera. La chimenea escupe humo como en los tiempos de pleno rendimiento, cuando mi padre mandaba por aquí. Una febrícula me suspira al oído que en ese momento la vida no era más que un delirio. Un tren se acerca. Su sonido me es familiar. Huele a tortilla de patatas y a pan recién hecho.

  

    Algunos malos recuerdos de mi padre se esfuman mientras una sensación de culpabilidad estropea estas sensaciones tan agradables para mí. Mi pecho se repliega en sí mismo. Años de vino y tragaperras. Malas caras y tristeza. Impotencia y rabia. Soledad y ceguera. Años de distanciamiento y culpas. Años de no entenderse y de egoísmo. Mi padre enfermo. Mi madre lejos, muy lejos. Una operación fallida. Una fábrica que cierra. Un negocio español en manos extranjeras. Más vino. Más juego. Más soledad. Más distanciamiento. Una pensión injusta. Años de abandono. 

    Era joven. Es normal. ¿Por qué me culpo? Ya lo perdoné en su día. Siempre me quiso. Muchas visitas. Mucho cariño. Mucho amor.

    Calor, siento calor. Una pared rota me conduce sin pensar a las vías abandonadas. El derruido hangar de la fábrica está unos metros más adelante. Un tren se acerca, parece de otra época. Un hombre espera en el andén. Me resulta vigoroso y afable, sano y joven. Llego hasta él. Parece que no me ve, pero un brillo en sus ojos y una sonrisa me devuelven años de vida. Tiro el bastón improvisado. Me quito el abrigo. El tren se para y se abren las puertas. Reconozco la risa de un niño pequeño y la voz de mi madre pronunciando el nombre de su marido. El hombre entra en el tren y lo sigo.

    No me atrevo a mirar la reunión familiar  y me siento en los asientos de atrás. Una botella de agua espera a mi lado y calmo la sed. Ensimismado miro al andén desde mi sitio y el tren se pone en movimiento. Todo está viejo, difuso y derruido. Ya no hay vida. Solo una silla de ruedas con una figura que, al mirarme, me guiña el ojo. Es mi padre. Siempre en su silla desde el accidente con el coche. Sonríe. Viejo y cansado, pero sonríe. Una calidez tremenda me lleva a dormir.

    Suena un teléfono y me despierto. Es el mío. Extrañado y dormido, atiendo la llamada. Mi padre ha muerto. Me dicen que está sereno. Bajaré en la próxima estación. Un niño llora en los asientos de delante. Miro a todos y no reconozco a nadie. Me gusta la imagen de una familia desconocida y joven. La vida sigue. Cuando llego a la estación de Aranda, bajo y miro al cielo. Venus brilla. Está despejado. Me duele la pierna. Se me habrá dormido durante el trayecto. Tres campanadas suenan claras y diáfanas. ¡Adiós papá!

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