He querido reflexionar un poco sobre este concepto tan cambiante, subjetivo y polifacético que es la identidad. Veo que las personas asocian muchas cosas a lo que sienten como su propia identidad, es decir, a sus señas de identidad. Unos miran a su pueblo, su ciudad, su territorio más cercano o su país. Otros lo miden en función de su religión, sus creencias o sus valores, incluyendo su ideario político y otras cosas como la cultura o la etnia. En un tercer grupo estarían los que se fijan más el aspecto sexual, de género y aquello que sienten por dentro. Por último, están los que marcan sus señas de identidad por factores sociales como la familia, los amigos, los intereses, la economía, el estatus o las aficiones (música, juegos, deportes…).
La realidad es que consciente o
inconscientemente son todas estas señas distributivas lo que forma cada una de
nuestras identidades particulares. Al final, es una gigantesca suerte de
infinitas opciones. Tantas como personas hay en la Tierra. Eso sin contar con la
posibilidad de tener más de una identidad.
Hasta aquí, por mí perfecto. Cada
uno es bien libre de sentirse como quiera. No seré yo el que ponga eso en tela
de juicio. Lo que sí debo reflexionar es sobre el hecho en sí de marcar estas
señas de identidad ad infinitum, pues
el resultado final es el mismo que el que uno particularmente quiera. Esto es
lícito, pero no por eso resulta necesariamente lógico o vinculante para
objetivos subsiguientes. Por tanto, debería quedarse en el terreno de lo
anecdótico y lo particular de cada uno.
Por el contrario, sí hay algunos
elementos tangibles y objetivos en el tema de la identidad que no suelen formar
parte de la identidad de ninguna persona, pueblo, etnia o lo que sea. Son cosas
tan obvias que no queremos verlas como parte de nosotros, aunque todos lo
sabemos de sobra. Me refiero a hechos tan simples como la definición objetiva
de lo que somos. ¿Qué somos? Seres humanos, personas.
Toda definición de identidad de una
persona debería pasar citando el hecho de que es una persona. Al ser una
persona, debería también decir que es un animal. En este caso, es un ser humano
al diferenciarse de otros animales; pero sin olvidar que es un animal para
diferenciarse de aquellos seres vivos que no son animales. Como animales, nos
hemos diferenciado de otros seres vivos, pero también nos seguimos definiendo
como vivos en contraposición a lo inerte. Del mismo modo, al etiquetarnos como
personas, deberíamos entender todos que somos parte de una colectividad, es
decir, terrícolas.
Temo que nunca veamos esto sin la
ayuda de alguna especie invasora de fuera del planeta. Por muy sencillo que
sea. ¿O conoces a alguien que no sea un animal, un ser vivo o un terrícola?
Estas etiquetas lógicas no terminan aquí, pero no quiero extender mucho el
hecho porque creo que ya se entiende bien. Sí te daré otras pistas que podrían
identificarnos a todos nosotros: primates, bípedos, mamíferos, etc.
Parece que no nos interesa vernos de
esta forma, que es mejor fijarse más en las pequeñas diferencias, por
subjetivas y endebles que sean en algunos casos. En parte, puedo entenderlo,
pues nos identificamos en relación al entorno más cercano. Sin embargo, en una
sociedad global como la actual, estamos llegando al punto que si no empatizamos
entre nosotros sobre qué es lo que realmente somos como colectividad,
terminemos equivocándonos sin remedio y no veamos lo ligados que estamos al
resto de animales, de seres vivos o a la Tierra en sí misma.
Volvamos a las señas que sí solemos
tomar como propias para identificarnos a nosotros individualmente, en grupo o
en contra de otros. ¿Cómo de objetivas o inventadas son? Esta pregunta es
extremadamente difícil y polémica. Habrá que contestarla con sumo cuidado y
entender que he comenzado el texto respetando la identidad que cada uno quiera
tener de sí mismo. Con todo, sí me gustaría explorar los cimientos reales para
sustentar estas etiquetas como un sistema racional de identificación desde el
exterior, independientemente de cómo se sienta cada uno por dentro.
Siguiendo con la biología, toca ver
esas dos etiquetas tradicionales de género binario que manejamos todos. Hombre
y mujer, la eterna pareja. Puede parecer neutral qué es ser hombre y qué es ser
mujer. En principio, lo es; pero, lo cierto es que hemos ido poniendo
condicionantes a estos términos y hemos cerrado mucho las opciones. Yo creo que
hay muchas formas de ser un hombre y muchas de ser una mujer, tantas como
hombres y mujeres existen. Sin embargo, tendemos a simbolizar ciertos
atributos, roles y deberes a estos dos grupos y los encorsetamos, los
asfixiamos, los cosificamos.
Ahí está el error, en pretender que
ser hombre o mujer signifique lo que unos querían en el pasado y muy pocos
quieren ahora. Si cada uno pudiera ser hombre o mujer según quiera cada cual
serlo, habría menos problemas con este tema. Se podría hablar más abiertamente
sin que te comiencen a encerrar con etiquetas absurdas, populistas y
desfasadas. Con todo, creo que es una dicotomía que funciona bien en la gran
mayoría de los casos (si estuviera más abierta y libre de ideología). Es, sin
duda, práctica y coherente desde su campo de estudio.
Por otro lado, sí hay, como digo, un
margen de error en toda clasificación, sobre todo cuando sale de su lugar y
aterriza en otro; así que qué mínimo que respetar la identidad de cada uno. No
seré yo el que le diga a nadie cómo debe sentirse. En este sentido, habría un
tercer grupo que tenga que abarcar toda identidad de género que se salga de
esta propuesta bimembre.
Siguiendo con las etiquetas que sí son
objetivas, me topo, cómo no, con el lenguaje humano. Lo explicaré de forma muy
sencilla, es decir, con mi lenguaje, con el español. Es innegable que mi lengua
materna es el español. Eso, quiera o no, me define sin remedio, pues estoy en
un grupo de gente, dentro de todos los humanos del planeta, que habla español.
En concreto, en un grupo que piensa y vive en español. Insisto en que no va de
lo que creo o lo que siento, va de hechos innegables. Ese mismo camino me lleva
a algo que pone en el DNI, mi país. No pone si me gusta o no me gusta el hecho
en sí. Solo pone que soy español, es decir, que soy un ciudadano de un país que
se llama España. Lo demás sería ya harina de otro costal.
En este sentido, también es
irrefutable que cada persona vive en un lugar. Lo puedes llamar pueblo, casa,
ciudad, comarca, territorio, barrio o como quieras. El truco aquí está en que
sí, estamos en un lugar o en otro y eso nos define; igual que la pertenencia a
una familia, una etnia o a otra colectividad, la que sea; pero eso no quiere
decir que seamos de una u otra forma por ese hecho. Ahí ya entraríamos en
generalizaciones simplistas, sesgadas y torticeras para etiquetarnos,
subvencionarnos o estigmatizarnos.
Estos factores sociales o culturales
como la religión, los amigos, la generación, el estatus, los intereses, las
aficiones, el trabajo, etc. son como la ideología, la cultura, las creencias,
los valores o tu sexualidad, es decir, señas de identidad personales e
infinitas que no deberían ser importantes para los demás. Simplemente
deberíamos ser libres de identificarnos con cualquiera de ellas, sin más. No
tendrían que ser relevantes para el resto, pues son esenciales para cada uno.
¿No merece eso el máximo respeto, que es el respeto que no juzga, no habla, no
señala?
Quiero ir terminando esta pequeña
reflexión de identidad con un tema complejo que ahora se suele identificar con
el color o el origen, y que antes lo hacía con las razas. Si has leído hasta
aquí y no echabas en falta esta categoría, vas bien. Identificar al resto por
colores es tan absurdo como hacerlo por el color de los ojos, el pelo, la
estatura o cualquier atributo físico irrelevante para los demás.
Llego al final del artículo sabiendo que podría haber estirado el tema muchísimo, pero con ganas de concluirlo con un pensamiento concreto: que no se señale a nadie por su identidad, que se tenga libertad real para sentirse como un quiera, que no se manipule a los demás con ese pretexto y que no se discrimine por ello; pero también que no se formen chiringuitos y absurdeces con las pobres minorías, que no necesitan más que un poco de normalidad y libertad.
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