Sobre publicar

     En esencia, publicar es hacer público algo. Lo primero que cualquiera piensa sobre el tema es que es un verbo que sirve para expresar que solo o con la ayuda de alguien; puedes sacar a la luz un libro, un disco, una película, un artículo, una noticia o lo que sea gracias a algún medio que se dedique a estas cosas. Sin embargo, hoy en día, también podemos pensar en eso cotidiano que hacemos en redes sociales y en Internet. Con todo, no es lo único. También es posible poner un anuncio a la vista de todos; un cartel, por ejemplo; o contar a algún grupo de gente algo relativo a tu intimidad. Ya verás que no tarda mucho en extenderse el asunto y en ser de dominio público. De un modo u otro, en esto consiste publicar.

  En todas sus vertientes, es algo que podemos hacer gracias a que forma parte de un derecho fundamental en casi todas las sociedades: el derecho a la libertad de expresión. Se supone que es uno de esos pilares sagrados en los países que sacan pecho de su espíritu democrático, por eso está amparado en leyes y se defiende sobre otros principios básicos como el derecho a la intimidad o la privacidad. Algo que, al menos, debería ser reflexionado debidamente.

  La cuestión es que, como todo el mundo sabe, la realidad no es exactamente así. Cantantes, humoristas, expertos, etc. han comprobado que su derecho a expresar lo que sienten u opinan no es como creían. Lo han averiguado mediante distintos procedimientos de censura, cárcel, intimidación o acoso mediático. Particulares que cantan han acabado presos, cancelados o presionados por hacerlo; igual que otros, por opinar en contra de la mayoría han terminado humillados, difamados, censurados o ridiculizados por grupos de presión que sí tienen ese derecho a decir lo que quieran; aunque sea mentira, ruido o propaganda.

  Esto prueba algo obvio que todos conocemos: el derecho a la expresión está directamente proporcionado al poder que tú tienes. Si eres un ciudadano cualquiera, cuidado; si eres una gran empresa, un partido, un grupo, un editorial, etc., podrás publicar los mondongos que te plazcan. ¿Fácil, no? Además, también es importante a quién te dirijas o sobre quién hables; por lo que hay ahí un derecho que unos parece que tienen y otros, en la práctica, no tanto. ¿Qué derecho será? ¿Lo intuyes? Sí, es el derecho a la dignidad y a mantener la integridad personal o la reputación contra injerencias externas.

    En todo caso, parece claro que publicar forma parte de los derechos que poseemos como ciudadanos, grupos o lo que sea; aunque también ha de ponerse en valor los deberes que tenemos a su vez. Deberes que, si bien no son tan famosos, son también parte del hecho social; pues sirven para garantizar la participación y la inviolabilidad de tus derechos y libertades.

   Al final, la clave de los deberes cívicos y sociales radica en una palabra mágica que parece que a muchos les da alergia: la responsabilidad. El primer problema con esta palabra es que parece que es un valor añadido, un extra. Pues no se puede estar más equivocado si se piensa así. La responsabilidad es una obligación que tenemos todos, no un superpoder de unos elegidos. De hecho, cuanto más publicas, más responsabilidad; cuanto más tienes, más responsabilidad; cuanto más alto, más responsabilidad. Piensa que cada vez que cualquiera hace lo que sea, toma una serie de decisiones que acarrean cierta responsabilidad. Lo que no sé es por qué razón no rendimos cuentas como se merecen hasta que llega a límites extremos y dejamos que las tonterías reinen por ahí sin ningún tipo de freno hasta que alcanzan un tamaño colosal.

   Como se puede vislumbrar hasta aquí, hemos entendido todo al revés. Hemos montado un chiringuito en el que; si eres lo bastante hábil para no meterte con los fuertes; puedes insultar, difamar y ridiculizar sin mirar atrás. Todo esto, siguiendo el modelo de las grandes publicaciones, los grandes medios. Así harás dinero y medrarás en una sociedad tóxica y absurda. Mientras no molestes a quien no debes, no pasa nada. Eso sí, si eres de los de reflexionar con un mínimo criticismo y decides denunciar abusos de poder y prácticas poco éticas o ilegales; puedes acabar preso, censurado, cancelado o acosado mediáticamente. No importa la razón o no razón que tengas. Es así.

   Es lógico que para proteger la intimidad del que quiere decir algo en público se recurra a recursos prácticos como apodos, máscaras, alias, etc. Es comprensible, pues está en juego su derecho a la privacidad. Se ha hecho desde siempre, y con buenos resultados contra gobiernos totalitaristas y regímenes absolutistas. Gracias a eso, muchos intelectuales y libre pensadores han podido poner en jaque a más de uno. Un juego casero de espías en el que, valga la redundancia, había mucho en juego.

   Ahora seguimos igual, pero elevado a la máxima potencia y con los roles confundidos. No es difícil publicar en la red de forma relativamente discreta y secreta. Eso da fuerzas para ir contra lo que se quiera y hacerlo de la forma que se quiera. Sin ninguna responsabilidad. Lo irónico de esto es que se protege la privacidad de gente que se dedica a meterse con la vida y los asuntos de terceros. Abusones cobardes que se esconden para “apalear” a víctimas indefensas y, en algunos casos, que ignoran dichos ataques. De hecho, se puede hacer mediante programas informáticos, sin dedicar siquiera un mínimo de tiempo.

   Una forma común de lavarse las manos con la responsabilidad de grupos, empresas o personas es eso que conocemos como libertad de recepción. Para algunos, consiste en que las personas son libres de ver un canal u otro, así como de cambiar la emisora de la radio, cerrar la ventana o ponerte cascos para no oír campanas o megáfonos de propaganda política, borrar el correo no deseado (o romper las antiguas cartas que, para los políticos y los bancos siguen estando de moda) o no visitar una página web o una red social. Y, para estos, ahí termina la libertad de recepción. Y todavía pensarán que tienen razón.

   La libertad de recepción es más que todo esto. Significa que por delante de lo que uno grite, está el derecho al silencio y la armonía de los demás. Es decir, que la gente no tendría que tragarse publicidad invasiva, apelaciones groseras de cuatro notas o mentiras que llegan por la izquierda o por la derecha; por poner algunos ejemplos clásicos.

  Para terminar con este artículo, me gustaría mencionar un trinomio muy relacionado con este tema: pensamiento, palabra y obra. Claro que todos somos libres de pensar lo que queramos, pero no lo somos de obrar contra los demás sin más. Para eso debe apelarse a la responsabilidad del individuo o al castigo de la sociedad. Con todo, hay un justo y libre punto medio entre ambos conceptos: la palabra. Y, con ella, opiniones, oportunidades, abusos y demás. Lógicamente, hablar no es hacer; pero tampoco pensar. Está en un punto medio entre ambos, y tiene un poco de los dos. Es la clave de este artículo y una acción en sí misma, pues hablar (o escribir) es hacer público lo que uno piensa.

   No creo que sea pedir demasiado que, al menos, se piense aquello que se publica y se responsabilice cada uno de lo suyo. Lo que implica, cómo no, multas de esas que “hacen pupita” para los que vayan contra la integridad de Estados, grupos o personas; sobre todo para esos que, por su gran tamaño, deberían tener muchísima más responsabilidad de la que tienen.

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