¡Suena otra vez el despertador!
Óscar debe levantarse para ir a firmar los papeles del paro. Necesita renovar su estrecha prestación si quiere mantener su endeble economía.
¡Suena otra vez el despertador!
La fecha coincide con la resaca de su vigésimo cumpleaños. No es que no le importe, es que ni siquiera se acuerda de qué es lo que tiene que salir a hacer, sin falta, esa mañana. Por el contrario, su alma lucha entre acordarse de la noche anterior o seguir en manos de Morfeo.
¡Suena otra vez el despertador!
Pasa unos segundos recordando quién es mientras se duele de unos golpes que, al parecer, tiene por toda la cara. «¿Qué hice ayer?», masculla en solitario con una voz ronca y rasgada, entrecortada por la sólida saliva de su garganta. Algo más tarde, gracias al dulce paréntesis del sueño, todo deja de importar de nuevo por un tiempo.
¡Suena otra vez el despertador!
Al intentar apagarlo se le cae y las pilas se liberan rodando en direcciones opuestas, perdiéndose en la oscuridad de la habitación.

Algunas horas después, la naturaleza decide despertarlo de súbito. Enciende asustado la luz del cuartucho y mira con la perspicacia de su propia desconfianza en sí mismo el reloj de su muñeca. Otro fracaso más para su lista particular.
Echa mano de su cajetilla de tabaco y enciende un cigarrillo que paladea mezclado con restos de sangre, alcohol y a saber qué otra cosa más. Lo hace tumbado y rumiando su futuro. No es consciente, pero el hedor de la habitación, su ácida garganta irritada, el dolor de la cara y el insoportable sabor de su fétida boca le ayudan mucho en la tarea.
Finalmente, se levanta y mea mientras escupe y golpea con el vigor que le da su última frustración la pared de su desahuciado hábitat. Pasará el día delante de la tele mientras un montón de desconocidos se ríen de él e intentan venderle algo. Deja para un luego futuro e inexistente lo de ducharse y buscar trabajo. Enciende varios cigarros de distinta marca que saca de una cajetilla con el aspecto de haber contenido ya demasiados huéspedes y estampa el móvil contra el suelo cuando su madre le llama por cuarta vez sin oír el mensaje que le deja en el buzón de voz.
Un tiempo después, no sé si horas o minutos, malcome sin hambre unos mejillones de lata que invaden el salón con su fuerte olor y dejan más huella en el destartalado sofá que en el infeliz despojo que los come. Improvisa luego un cenicero que se llena colilla a colilla con el paso de las manecillas de su reloj. El liquidillo naranja de la lata da paso a una fosa común de desesperanza tras desesperanza. Piensa en oír música pero no lo hace. Piensa en cortarse las uñas pero no lo hace. Piensa en afeitarse pero no lo hace. Piensa en reír pero no se acuerda.
Anochece mientras un estado de somnolencia se va apoderando de él entre pensamiento y pensamiento. Se estira a lo largo del sofá y se acomoda la grasienta cabeza en un cojín ya muy rebozado con algún que otro quemazón fruto de la desgana y la desidia de un fumador sin verdaderos sueños.
Pasado un rato abre los ojos y se percata de que sólo le queda un pitillo. Se pone unas zapatillas viejas de esas que no se atan, la chupa de cuero raída y una goma de pelo con la que se hace un gurruño del que sobresalen algunos mechones de pelo que indican y resumen el desbarajuste de vida que lleva.
Baja a la calle y el frescor de la noche le anima, le hace sentir vivo, le ayuda a soñar y a recordar que hubo una vez que fue feliz. Viene viento del norte y la gente camina acurrucada sobre sí misma, encogida y con aspecto de malhumorada. La presencia de Óscar desentona. A él este frío le hace sonreír, le engaña, le seduce.

Otra diferencia entre nuestro transeúnte y sus conciudadanos es el destino de sus pies, el objeto del paseo. Todos transitan con prisa, deseando llegar a su destino para hacer esa cosa por lo que merecía la pena salir. Óscar no, Óscar sólo quiere dar una vuelta. Sin rumbo fijo. Realmente, no va a ningún lugar específico. Ni siquiera sabe dónde acabará, ni quiere saberlo.
De cuando en cuando pide algún cigarro por la calle. Tiene estilo —y muchas tablas— para conseguir tabaco de desconocidos. Llena su cajetilla con habilidad. En un par de horas consigue tabaco para volver a casa. Sin embargo, camino de ésta se encuentra a un viejo amigo. Un saxofonista, amante de la vida nocturna, conocido como Blas Peña. Óscar deja que le invite a unas cuantas cervezas. Aunque éste no andaba muy boyante económicamente, acaban bebiendo bastantes.
Era Blas buen amigo de Óscar. Se conocían desde el instituto y no eran pocas las borracheras que los unían. Tras un par de botellines cambiaron de bar y tras dos o tres bares llegaron a uno en el que desde hace algunos años paraban muchos amigos y conocidos comunes. Entraron y pidieron la primera de varias rondas.
Un olor muy agradable, a hierba recién cortada, les incita a pillar unos gramos y Óscar comienza laboriosamente a liar, como hacían antaño, en no pocas pirolas estudiantiles de un pasado ya difuso, uno tras otro. Cuando ya están cerca de arreglar el mundo y con la sonrisilla esperada puesta en sus rostros, entra Carmen, una de esas amistades comunes.
Carmen es la ex del saxofonista, aunque también se había acostado una o dos veces con Óscar. La chica se sienta con ellos después de repartir unos besos entre los dos amigos y hacer un gesto al camarero para pedir otra ronda.
—¡Qué, Blas!, ¿te ha dicho Óscar lo que hicieron ayer, aquí, el genio de mi derecha y sus amigos?, pregunta retóricamente al músico mientras prueba el canuto que le ofrece Óscar.
—No me acuerdo bien de qué fue lo que pasó ayer, la verdad.
—¿De verdad? —responde ella extrañada y con claros síntomas de reprobación.
—¿De qué habláis? —se interesó el músico.
—Parece que Óscar volvió a tener ayer alguna desavenencia con alguno.
El de la coleta no logra acordarse. No era algo que le quitara el sueño. Otra pelea más. No sería ni la primera ni la última. Su cabeza intenta pasar del tema y decide, además, dejar de pensar en cómo iba a pagar el piso el próximo mes.
Antes de darse cuenta, están los tres con más amigos bailando y divirtiéndose en una discoteca del centro. Necesita evadirse de su realidad como sea. Al menos esa noche, lo logrará.
¡Suena otra vez el despertador!
Carmen besa la frente de Óscar y busca sus bragas con la mirada por la habitación, ya iluminada por los primeros rayos del sol matutino. Mira a su compañero y sonríe con verdadero afecto y preocupación. Luego se viste despacio y se marcha.
¡Suena otra vez el despertador!
Óscar busca con su brazo a Carmen, pero sólo encuentra su vacío y apaga el ruidoso aparatejo sin mucho mimo para estirarse y seguir descansando hasta librarse del tremendo dolor de cabeza que siente.
¡Suena otra vez el despertador!
Ahora no se sobresalta y lo apaga del todo mientras se incorpora un poco apoyado en el viejo cabecero de su cama y enciende el primer cigarrillo del día. Necesita reflexionar.
Tras un breve periodo, no sé si dos o tres colillas más tarde, logra tomar una decisión. Elegirá una de las opciones habituales, lo que no logra decidir es cuál de ellas terminará realizando. O visita a su familia y les pide dinero y trabajo, o vuelve a vender su cuerpo por dinero, o comienza a traficar. «Eso es mejor que robar», se anima para sí.
Tras tomarse un café, recoger un poco el piso y ducharse, mira su móvil y ve que lo tiene apagado. Lo enchufa y espera a que reviva. Al hacerlo, se percata de las llamadas perdidas que tiene y los no pocos mensajes sin leer ni oír.

Una hora más tarde, baja a la calle como un fantasma. Su vida había cambiado y él no se había dado ni cuenta. Camino del hospital, llama a su hermano y le avisa que va para allá. Ahora no importa ni el piso ni el dinero. Ahora no podrá pedir ayuda a su familia, pues su padre había sufrido un accidente con el coche y estaba luchando por sobrevivir.
—¡Eh, tipo duro! —le increpa una voz desde un callejón cercano a su piso.
Óscar mira a su derecha y ve a un grupo de cuatro jóvenes con palos y cadenas. Sin pensarlo demasiado, acelera el paso para tratar de evitar la posible pelea. Esos chavales le suenan mucho, pero no sabe de qué los conoce.
—No quiero problemas —alega tranquilamente cuando se percata de que no va a poder huir de ellos.
—Pagarás por lo que le hiciste el otro día a Juan, hijo de pe… —¡Pum!, y no puede entender nada más.
¡Suena otra vez el despertador!
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