Sobre reinos, naciones e imperios

   Ahora el mundo se divide en países, estados y/o naciones políticas. Entero, sin excepción. Dentro de una lógica espacio-temporal, esto forma parte de la identidad de las personas, que se sienten, o no, como parte de ese país. Principalmente, si es un país medianamente soberano. Sin embargo, ¿qué es un país?

   Depende de qué país venga a tu mente, tendrás una u otra respuesta en la cabeza. Por ejemplo, si piensas en EEUU, tendrás una nación política compuesta de muchos Estados. En cambio, los países de Europa, son Estados-Nación, al menos, en lo referente a la nación política. En Rusia lo llamarán Sujetos federales, sean provincias (óblast en ruso) u otros; en distintos lugares hablarán de comunidades, regiones, estados federados, etc. Las opciones son muchísimas, pero la idea es siempre similar en cuanto a dar distintos grados de autonomía y competencias dentro de un marco común y soberano adscrito a un territorio o a varios.

   Por otro lado, hay realidades que sobrepasan el término país y se convierten, conciben o estudian como otra cosa. Sí, me refiero a los imperios que han sido, son y serán en el mundo; pero también a realidades supranacionales como las Organizaciones mundiales, continentales, estratégicas, etc.

   El concepto de imperio puede dar más de un quebradero de cabeza en función de a qué quieras referirte o a cómo quieras entenderlo, pues es un concepto que hemos terminando asociando a otro distinto que, por otra parte, también hemos dotado de más de un significado: colonialismo. Vemos que los términos país y estado pueden dar, del mismo modo, problemas de interpretación. Por ejemplo, pueden ser sinónimos o no; si asociamos Estado federado con región, provincia o comunidad. Sin embargo, si pensamos en el significado real de la palabra estado, se relaciona, principalmente, con la fuerza, es decir, con la soberanía o el poder.

   Con todo, el término más complicado es, sin duda, nación, pues puede referirse a varias cuestiones muy diferentes; así como utilizarse para pedir más autonomía en una zona específica de una región, país, etc. Lo primero, en mi opinión, es distinguir el concepto de nación política y cualquier otra denominación étnica, cultural, social, lingüística, etc.; pues el apellido política tiene que ver con leyes y constituciones, y no con procedencia, sentimientos…

   Sin embargo, ¿qué entendemos por nación? Esta palabra deriva de nacer. En general, significa procedencia. Sin pretender tampoco con esta palabra teorizar demasiado (eso se lo dejamos a los técnicos), intentemos entender bien el concepto para utilizarlo con más propiedad y saber a qué se refieren por ahí cuando lo usan sin el adjetivo política. Al final, veremos que nos podremos referir a lo que queramos de antemano.

   Lo primero por lo que sentimos todos un fuerte arraigo es por la familia y los ancestros. Sí, los parientes que nos preceden suelen causarnos un fuerte impacto. Es natural, son las raíces. Venimos de ahí, y suele ayudar saber de dónde vienes para saber por dónde quieres transitar. Esa gran familia será de alguna ciudad, o tal vez de algún pueblo al que vamos a menudo y en el que nos lo pasamos genial. Ahí tenemos lazos fuertes, ahí visitaremos a paisanos, primos, amigos y abuelos. Además, igual tienes casa en más de un pueblo, lo que hará que tengas más raíces todavía.

   Te puede pasar algo similar en el barrio en el que te criaste, que suele tirar más que la ciudad que lo alberga, pues es ahí donde pasas el tiempo y donde realmente te sientes en casa. Conoces a la persona que te vende el pan, a la que vende fruta y a la de los chuches, como decía aquel; cómo no sentirse bien y a salvo. Es ahí donde quedas con amigos, te enamoras por primera vez, etc. Igual que en aquella casa donde veraneabas el agosto y veías el mar, esa donde tus padres tenían tantos amigos y familiares, la que deseabas visitar y por la que soportabas horas de coche, carretera y mareos.

   También hay un hueco en tu corazón para tu colegio o instituto. El lugar en el que has pasado un tercio de la vida, donde has conocido a mucha gente y donde os juntasteis muchos de los que luego serán por muchos años los integrantes de tu pandilla de amigos. La gran familia de la adolescencia: loca, divertida, atrevida y con la que vuelves a encontrar tu voz; esa que parece que ya no funcionaba en tu casa. Vuelves a sentirte escuchado y, principalmente, comprendido. Eres alguien en un mundo complejo, en tu propio mundo.

   Sin lugar a dudas, estas cosas forman la nación de cualquier persona. Igual que la música que escuchas, tus aficiones o lo que lees y sientes. Ahí está la verdadera clave para sentirse parte de algo real. No ya algo impuesto, sino algo tangible: caras conocidas, lugares comunes y parientes. Esa es tu nacionalidad, muy por encima de banderas, ideologías o himnos. Es por lo que eres de ese equipo de fútbol o de aquella peña o sociedad.

   Estas cosas son las que tiran hacia las entrañas de uno. Por eso lo sentimos dentro, porque lo hemos tenido toda la vida. Es el motor que nos impulsa a adentrarnos sin remedio en la cultura y las costumbres sociales del entorno, sea en forma de barrio, de pueblo, de comarca, de ciudad o del terruño que uno prefiera. El problema es que nos hace vulnerables, aunque, al menos, es una fragilidad hermosa. Fiestas, comidas, bailes, bebidas, ritos, música, charangas y cabezudos son elementos conocidos, con múltiples formas y sutilezas, por cualquiera. Los has disfrutado con tu gente y forman parte de tu identidad. Hasta aquí todo es natural y enriquecedor; aunque, cómo no, los lobos llegarán, según su costumbre, y disfrazados, para dividirnos.

   Ahora ya no importa lo rico que disfrutamos con las pequeñas diferencias entre distintas gentes y lugares; ahora, de pronto, nos centramos en diferenciarnos. Ya no nos preocuparemos de pedir cuentas a los que mandan. Sin saber cómo, ahora parece que nos tiene que importar más lo que hacen en un lugar o en otro. Si conservan más idiomas que el común, o más dialectos, o lo que sea que tengan de multicultural y sabrosón. Ya no vemos los distintos colores de la caja de lápices. Solo nos fijamos en que con la punta de esos colorines nos podrían sacar los ojos.

   En resumen, vemos que tenemos dos corrientes enfrentadas y superpuestas que impiden diferenciar unas cosas de otras. Por un lado, tenemos la identidad de la gente y su arraigo familiar y social. Por otro, una dinámica de poder, ajena a las personas pero que necesita del pueblo para realizarse y materializarse, que entiende conceptos distintos. Si bien son ambas comprensibles y necesarias, no debemos confundirlas.

   Para entenderlo bien, recordaremos parte del pasado. Otrora, en la Edad Media europea, por ejemplo, el poder se centraba en nobles, es decir, en los dueños de la tierra y de la gente, los campesinos. Además, la figura del rey hacía fuerte esa nobleza local con el fin de tener reinos fuertes que compitieran con otros reinos. Si un reino crecía mucho y vencía a otros, se incorporaba territorio. De esta forma, algunos terminaron siendo imperios. Esto ha sido así desde siempre, en la Antigüedad y en la Edad Media. No tienes más que pensar en Roma, Egipto, Persia, China o España.

   Es verdad que este modelo tenía un problema evidente, pues los límites fronterizos no estaban definidos como en la actualidad, por países. Eran más endebles, más frágiles; pues no solo podían dividirse por guerras con el exterior o intestinas, también podían ser repartidos entre los hijos de los reyes. Con todo, es el modelo (Reinos, por entendernos) usado hasta el XVIII (en algunos lugares, XIX). En este sentido, y volviendo al principio, ¿sigues viendo a Rusia, China o EE.UU., por ejemplo, como simples países o ves el Imperio que mantienen detrás?

   No sé si lo estarás pensando, pero falta una tercera pata en nuestra mesa. Tenemos a la gente y a la división territorial soberana, mas nos falta la quintaesencia, nos falta el camino, es decir, el comercio, la empresa, las finanzas, las comunicaciones… No hay crecimiento, oportunidades, intercambios, ni progreso sin las rutas comerciales. Eso nos lleva al último de los actores sociales: la burguesía, que será, precisamente, la que cambia el modelo de reinos (Antiguo Régimen) por el de países soberanos, parlamentarismo, etc.; pues es lo que le dará la seguridad que necesitan para medrar en sus negocios.

   Para finalizar esta reflexión, y aprovechando que ya he citado la palabra, hablaremos un poco de las colonias, un concepto esencial para los intereses de comerciantes, pero también para reinos, países, ciudades, pueblos, etc. Como ejemplos clásicos y famosos me vienen a la cabeza civilizaciones como la griega o la fenicia. Una colonia es, en este sentido, un puesto comercial, un puerto seguro, una parada en el camino. Algunas fueron tan pujantes y fuertes que terminaron superando al lugar de origen. El ejemplo más claro es Cartago, que terminó siendo una superpotencia del Mediterráneo y disputando, aunque perdiera, con Roma la posibilidad de controlar todo el pastel de esa zona del mundo pretérito.

   La verdad es que, salvando las distancias, sí hay en tiempos relativamente modernos una colonia que termina siendo más fuerte que su lugar de procedencia y se puso a liderar el mundo; pero esa es otra historia. Lo cierto es que ahora el concepto colonia arrastra significados más voraces y crueles, así que ha cambiado. Hablamos, pues, de colonialismo. Es similar a lo ocurrido con imperio e imperialismo. Conceptos que han crecido tanto, a precios tan caros, que ya no recordamos lo que realmente querían decir. Igual que nacional y nacionalismo o global y globalismo.

Fray Luis de León

     Nació en Belmonte, Cuenca (1527/8), y murió en Madrigal de las Altas torres, Ávila, en 1591. Fue un poeta, pero también un religioso agustino, un astrónomo, un teólogo y un humanista de la escuela de Salamanca (catedrático).

     Fue uno de los poetas más importantes de la segunda fase del Renacimiento del siglo XVI (segunda mitad del siglo/reinado de Felipe II) junto con Alonso de Ercilla, Fernando de Herrera o los místicos san Juan de la Cruz o santa Teresa de Ávila.


    Su vida estuvo dedicada a la reflexión, el estudio, las reformas teológicas, la teología o su labor de traducción, entre otras. Fue, además, un hombre influyente en su época, para bien o para mal, que no dejó indiferente a nadie. Tuvo problemas con otros religiosos y con la Inquisición por traducir textos sagrados (Cantar de los Cantares, por ejemplo) y por su afán reformador, propio de una época plagada de cambios. Con todo, fue, en general, un hombre activo y respetado en círculos teológicos e intelectuales.

    Perdió el puesto en la Universidad de Salamanca los años que estuvo preso y juzgado por saltarse los mandatos que no permitían traducir del hebreo el citado texto. Recordamos aquí que estamos en una época muy marcada por las reformas protestantes en Europa, así que el celo de la Iglesia sobre la interpretación libre de los textos sagrados era mayúsculo. Tras mucho deliberar, pudo demostrar que lo hizo con fines privados; por lo que, al final, quedó libre de cargos. En el fondo, los verdaderos motivos de este proceso fueron rivalidades y rencillas personales, es decir, envidias que despertaba en otros religiosos.

   No fue este episodio el único problema que tuvo, pero sí el más largo y el que le mantuvo preso unos cuatro años. Fue un proceso inquisitorial que se alargó casi cinco. Como anécdota, cabe destacar que acabó logrando otra cátedra, la de teología, en la Universidad. El día que volvió, continuó sus clases, como si nada hubiera pasado: “como decíamos ayer”.

  
  Nos centraremos ahora en su obra poética, que es lo que aquí nos interesa. Fueron publicadas tras su muerte, aunque él preparó en vida una edición de las mismas, no vieron la luz hasta que Quevedo, ya en 1637, las editara por primera vez; aunque fueran conocidas al circular manuscritas.

   El propio fray Luis dividió su obra en traducciones de clásicos (Geórgicas y Bucólicas de Virgilio y otros), traducciones bíblicas (Libro de Job, salmos y Cantar de los Cantares) y su obra original. Repasaremos, como es lógico, la original. Es bastante breve. Se compone de menos de cuarenta poemas. La mayoría pertenecen al género clásico de la oda, aunque también hay algún soneto juvenil enmarcado dentro de la tradición petrarquista.

   Aunque hay dudas sobre la datación exacta de algunos, sus poemas suelen agruparse en tres periodos: antes, durante y después de la prisión.

  Los escritos, pues, antes de 1572 son: Oda a la vida retirada, La profecía del Tajo. Aquí nos encontramos con un autor moralista dentro de la tradición clásica. Veremos deseo de soledad y desprecio por los placeres mundanos.

    En la segunda época, de 1572 a 1577, sus textos dan cabida a contenidos religiosos y a quejas por la injusticia cometida con él. Algunos ejemplos son Noche serena, En la Ascensión, A la salida de la cárcel.

    Los posteriores a 1577 muestran el espíritu de un escritor más apaciguado y un anhelo de armonía e infinitud. Por otro lado, también se nota cierta nostalgia del paraíso evocado y un misticismo intelectual. Claros ejemplos serían algunas de sus odas: Oda a Francisco Salinas, a Felipe Ruiz, a Pedro Portocarrero…

Vida retirada...

    Fray Luis de León es ahora reconocido como el gran poeta de la poesía moral de su época, como un erudito de una de las escuelas de pensamiento más importantes de su tiempo, Salamanca. Las reflexiones y los recursos que utiliza fray Luis son propios de la tradición clásica. Su filosofía y su pensamiento morales están enmarcados dentro de una perspectiva práctica.

    Los temas predilectos de sus poemas son la naturaleza, la añoranza del campo y la vida de aldea, la noche, la serenidad, la música… Su temática indica que escribir le servía a fray Luis como catarsis lírica para olvidar sus desgracias y sus tormentos interiores; pues su vida, su existencia, fue lo contrario a lo que deseaba. Estuvo llena de actividad, compromisos, ciudad… Además, muestra una sensibilidad exquisita.

  Los motivos de la poesía de fray Luis tienen su origen en la tradición clásica neoestoica y neoplatónica. Eso sí, entendidos desde la perspectiva cristina. Deseo de armonía, paz y serenidad en compañía de Dios, sentimientos ajenos a su día a día cotidiano. En él será de especial relevancia el tópico Beatus ille, mediante el alejamiento del mundanal ruido, la búsqueda de una descansada vida, la contemplación de una noche estrellada o la armonía sentida al escuchar notas musicales. Una moral acorde con el dominio de las pasiones, la exaltación de las virtudes clásicas, etc.

   Este anhelo de vida retirada y sencilla lo conduce de forma natural y orgánica dentro del concepto cristiano del mundo, es decir, a la añoranza del cielo como la suprema liberación. Su poesía suele entenderse como la nostalgia del desterrado en la tierra. Ansiará unirse con Dios, la perfección, etc. Vemos un anhelo que lo acerca a la experiencia mística, pero desde un prisma intelectual (éxtasis intelectual) que intuye la armonía universal; aunque desde la prisión terrenal que es la vida misma, desde el dolor.

     Su estilo es deudor de las tradiciones literarias de las que parte, que son la Antigüedad grecolatina y los textos bíblicos. Por otro lado, bebe también de la poesía renacentista, especialmente la de Garcilaso, que ya aunó las formas nuevas italianas con la tradición española.

   Los textos y la filosofía grecolatina le proporcionan los temas que utiliza, el fondo de su pensamiento. Los textos bíblicos las imágenes y los motivos. Por último, Garcilaso y el Renacimiento le brindan las formas. De ahí procede la estrofa favorita del autor, la lira. Su combinación de heptasílabos y endecasílabos le permite combinaciones métricas eficaces. 

    Su poesía es sencilla en apariencia, pues entreteje elementos tradicionales en un sólido y complejo molde de imágenes e ideas. Su composición de versos está muy depurada. Se nota su preparación y su enorme formación lingüística. Recuérdese en este punto su labor como traductor y su pasión por el lenguaje para entender la solidez de su construcción poética, siempre dentro de la norma renacentista de elegancia y sencillez.

   Un rasgo peculiar del autor es que sus poemas se dirigen a una segunda persona, lo que explica el carácter conversacional que suele encontrarse, con abundantes enumeraciones, exclamaciones/interrogaciones retóricas o exhortaciones. Además, su concienzuda elaboración se ve en el uso de abundantes figuras retóricas para expresar y dibujar con precisión y belleza sus ideas e imágenes. Estos recursos le servirán para embellecer sus poemas en fondo y forma, por lo que veremos usos de asíndeton, polisíndeton, hipérbatos, aliteraciones o encabalgamientos; pero también hipérboles, metáforas o personificaciones para crear esa imaginería cristiana y convencer sobre temas morales clásicos.

   Si hemos estudiado a Garcilaso como el primer poeta del Renacimiento, como el que modela el estilo de la época y de España (con Boscán y otros) y como poeta del Amor; fray Luis será el poeta de la moralidad renacentista por excelencia. Además, nos servirá como punto intermedio para encarar el último gran aporte de la poesía del Renacimiento español: la poesía mística del XVI.

  Eso lo veremos en la entrada siguiente. Con todo, cabe destacar que dejamos fuera innumerables poetas, como Fernando de Herrera, en esta época de impresionante labor literaria. Puede que los veamos más adelante, pero no quiero olvidar el objetivo de este blog, que no es otro que introducir y valorar lo más esencial de nuestra literatura, aquello que la hace una de las más potentes e influyentes del mundo.

La vida del orco


 ¡Suena otra vez el despertador! 
 Óscar debe levantarse para ir a firmar los papeles del paro. Necesita renovar su estrecha prestación si quiere mantener su endeble economía. 
 ¡Suena otra vez el despertador! 
 La fecha coincide con la resaca de su vigésimo cumpleaños. No es que no le importe, es que ni siquiera se acuerda de qué es lo que tiene que salir a hacer, sin falta, esa mañana. Por el contrario, su alma lucha entre acordarse de la noche anterior o seguir en manos de Morfeo. 
 ¡Suena otra vez el despertador! 
 Pasa unos segundos recordando quién es mientras se duele de unos golpes que, al parecer, tiene por toda la cara. «¿Qué hice ayer?», masculla en solitario con una voz ronca y rasgada, entrecortada por la sólida saliva de su garganta. Algo más tarde, gracias al dulce paréntesis del sueño, todo deja de importar de nuevo por un tiempo. 
 ¡Suena otra vez el despertador! 
 Al intentar apagarlo se le cae y las pilas se liberan rodando en direcciones opuestas, perdiéndose en la oscuridad de la habitación. 


 Algunas horas después, la naturaleza decide despertarlo de súbito. Enciende asustado la luz del cuartucho y mira con la perspicacia de su propia desconfianza en sí mismo el reloj de su muñeca. Otro fracaso más para su lista particular. 
 Echa mano de su cajetilla de tabaco y enciende un cigarrillo que paladea mezclado con restos de sangre, alcohol y a saber qué otra cosa más. Lo hace tumbado y rumiando su futuro. No es consciente, pero el hedor de la habitación, su ácida garganta irritada, el dolor de la cara y el insoportable sabor de su fétida boca le ayudan mucho en la tarea. 
 Finalmente, se levanta y mea mientras escupe y golpea con el vigor que le da su última frustración la pared de su desahuciado hábitat. Pasará el día delante de la tele mientras un montón de desconocidos se ríen de él e intentan venderle algo. Deja para un luego futuro e inexistente lo de ducharse y buscar trabajo. Enciende varios cigarros de distinta marca que saca de una cajetilla con el aspecto de haber contenido ya demasiados huéspedes y estampa el móvil contra el suelo cuando su madre le llama por cuarta vez sin oír el mensaje que le deja en el buzón de voz. 
 Un tiempo después, no sé si horas o minutos, malcome sin hambre unos mejillones de lata que invaden el salón con su fuerte olor y dejan más huella en el destartalado sofá que en el infeliz despojo que los come. Improvisa luego un cenicero que se llena colilla a colilla con el paso de las manecillas de su reloj. El liquidillo naranja de la lata da paso a una fosa común de desesperanza tras desesperanza. Piensa en oír música pero no lo hace. Piensa en cortarse las uñas pero no lo hace. Piensa en afeitarse pero no lo hace. Piensa en reír pero no se acuerda. 
 Anochece mientras un estado de somnolencia se va apoderando de él entre pensamiento y pensamiento. Se estira a lo largo del sofá y se acomoda la grasienta cabeza en un cojín ya muy rebozado con algún que otro quemazón fruto de la desgana y la desidia de un fumador sin verdaderos sueños. 
 Pasado un rato abre los ojos y se percata de que sólo le queda un pitillo. Se pone unas zapatillas viejas de esas que no se atan, la chupa de cuero raída y una goma de pelo con la que se hace un gurruño del que sobresalen algunos mechones de pelo que indican y resumen el desbarajuste de vida que lleva. 
 Baja a la calle y el frescor de la noche le anima, le hace sentir vivo, le ayuda a soñar y a recordar que hubo una vez que fue feliz. Viene viento del norte y la gente camina acurrucada sobre sí misma, encogida y con aspecto de malhumorada. La presencia de Óscar desentona. A él este frío le hace sonreír, le engaña, le seduce. 

 
  Otra diferencia entre nuestro transeúnte y sus conciudadanos es el destino de sus pies, el objeto del paseo. Todos transitan con prisa, deseando llegar a su destino para hacer esa cosa por lo que merecía la pena salir. Óscar no, Óscar sólo quiere dar una vuelta. Sin rumbo fijo. Realmente, no va a ningún lugar específico. Ni siquiera sabe dónde acabará, ni quiere saberlo. 
 De cuando en cuando pide algún cigarro por la calle. Tiene estilo —y muchas tablas— para conseguir tabaco de desconocidos. Llena su cajetilla con habilidad. En un par de horas consigue tabaco para volver a casa. Sin embargo, camino de ésta se encuentra a un viejo amigo. Un saxofonista, amante de la vida nocturna, conocido como Blas Peña. Óscar deja que le invite a unas cuantas cervezas. Aunque éste no andaba muy boyante económicamente, acaban bebiendo bastantes. 
 Era Blas buen amigo de Óscar. Se conocían desde el instituto y no eran pocas las borracheras que los unían. Tras un par de botellines cambiaron de bar y tras dos o tres bares llegaron a uno en el que desde hace algunos años paraban muchos amigos y conocidos comunes. Entraron y pidieron la primera de varias rondas. 
 Un olor muy agradable, a hierba recién cortada, les incita a pillar unos gramos y Óscar comienza laboriosamente a liar, como hacían antaño, en no pocas pirolas estudiantiles de un pasado ya difuso, uno tras otro. Cuando ya están cerca de arreglar el mundo y con la sonrisilla esperada puesta en sus rostros, entra Carmen, una de esas amistades comunes. 
 Carmen es la ex del saxofonista, aunque también se había acostado una o dos veces con Óscar. La chica se sienta con ellos después de repartir unos besos entre los dos amigos y hacer un gesto al camarero para pedir otra ronda. 
 —¡Qué, Blas!, ¿te ha dicho Óscar lo que hicieron ayer, aquí, el genio de mi derecha y sus amigos?, pregunta retóricamente al músico mientras prueba el canuto que le ofrece Óscar. 
 —No me acuerdo bien de qué fue lo que pasó ayer, la verdad. 
 —¿De verdad? —responde ella extrañada y con claros síntomas de reprobación. 
 —¿De qué habláis? —se interesó el músico. 
 —Parece que Óscar volvió a tener ayer alguna desavenencia con alguno. 
 El de la coleta no logra acordarse. No era algo que le quitara el sueño. Otra pelea más. No sería ni la primera ni la última. Su cabeza intenta pasar del tema y decide, además, dejar de pensar en cómo iba a pagar el piso el próximo mes. 
 Antes de darse cuenta, están los tres con más amigos bailando y divirtiéndose en una discoteca del centro. Necesita evadirse de su realidad como sea. Al menos esa noche, lo logrará. 
 ¡Suena otra vez el despertador! 
Carmen besa la frente de Óscar y busca sus bragas con la mirada por la habitación, ya iluminada por los primeros rayos del sol matutino. Mira a su compañero y sonríe con verdadero afecto y preocupación. Luego se viste despacio y se marcha. 
 ¡Suena otra vez el despertador! 
Óscar busca con su brazo a Carmen, pero sólo encuentra su vacío y apaga el ruidoso aparatejo sin mucho mimo para estirarse y seguir descansando hasta librarse del tremendo dolor de cabeza que siente. 
 ¡Suena otra vez el despertador! 
Ahora no se sobresalta y lo apaga del todo mientras se incorpora un poco apoyado en el viejo cabecero de su cama y enciende el primer cigarrillo del día. Necesita reflexionar. 
 Tras un breve periodo, no sé si dos o tres colillas más tarde, logra tomar una decisión. Elegirá una de las opciones habituales, lo que no logra decidir es cuál de ellas terminará realizando. O visita a su familia y les pide dinero y trabajo, o vuelve a vender su cuerpo por dinero, o comienza a traficar. «Eso es mejor que robar», se anima para sí. 
 Tras tomarse un café, recoger un poco el piso y ducharse, mira su móvil y ve que lo tiene apagado. Lo enchufa y espera a que reviva. Al hacerlo, se percata de las llamadas perdidas que tiene y los no pocos mensajes sin leer ni oír. 

 
  Una hora más tarde, baja a la calle como un fantasma. Su vida había cambiado y él no se había dado ni cuenta. Camino del hospital, llama a su hermano y le avisa que va para allá. Ahora no importa ni el piso ni el dinero. Ahora no podrá pedir ayuda a su familia, pues su padre había sufrido un accidente con el coche y estaba luchando por sobrevivir. 
—¡Eh, tipo duro! —le increpa una voz desde un callejón cercano a su piso. 
 Óscar mira a su derecha y ve a un grupo de cuatro jóvenes con palos y cadenas. Sin pensarlo demasiado, acelera el paso para tratar de evitar la posible pelea. Esos chavales le suenan mucho, pero no sabe de qué los conoce. 
 —No quiero problemas —alega tranquilamente cuando se percata de que no va a poder huir de ellos. 
 —Pagarás por lo que le hiciste el otro día a Juan, hijo de pe… —¡Pum!, y no puede entender nada más. 
 ¡Suena otra vez el despertador!